II Certamen de Relatos cortos "Día de la Fraternidad". Irene Martinez 3º A ESO
ELLA
CATEGORIA B
Ametrino
Me gusta escuchar jazz, relaja mi cuerpo y aminora mis sentidos, es como si de repente mi mente entrara en un bucle. En esto pensé mientras intentaba organizar el lugar al que llamaba hogar. Los libros habían creado columnas, estaban dispersas por toda la casa, montones y montones, parecía infinito. Dejé de lado todo ello por un momento, me acerqué al calendario y los cambié de mes, 13 de noviembre de 1989. No lo cambiaba desde hacía tres meses, igual que hacía tres meses que no sacaba ni un poco de fuerza de mi interior para levantarme y hacer algo con un mínimo de productividad. Quien me viera pensaría que había perdido la humanidad que me queda. Con mi pelo castaño canoso, despeinado y la barba de una semana, ya no me acordaba. Me paré en el fregadero y empecé a lavar los platos. Vi en ellos mi reflejo, mi nariz aguileña y mis ojos cansados y algo caídos, la forma de mi cara alargada y delgada pero manteniendo una forma rectangular.
La música seguía, siempre escuchaba la misma canción y a su vez me relajaba ver el disco girar en el tocadiscos que tenía en la sala. Mi mente se dejaba llevar y hacía movimientos sin pensar mucho en ellos, como si parpadeara. Y de repente un ruido me trajo de vuelta. Fue un ruido fuerte y por la zona en la que vivo sin nada rodeando a mi pequeña casa, aparte de una pradera, eso me inquietaba.
Apagué corriendo la música, cogí una escopeta y me dirigí hacia donde había escuchado el ruido.
Me deslicé con la espalda pegada a la pared del exterior, el ruido venía de atrás. A pocos pasos de distancia oí más ruidos, refunfuños de alguien. Me asomé y la
vi. Una niña de no más de 12 años seguramente, delgada y de un pelo extremadamente largo. Se quejaba del golpe de la caída por lo que supuse, ya que se cogía a sus rodillas y protestaba en un murmullo. Ella levantó la cabeza y me miró.
- ¡Hola! - dijo.
Su voz era dulce, acto seguido me sonrió enseñando todos los dientes.
- Lo siento.
No le di tiempo a decir nada más, relajé mi cuerpo de la tensión del momento y entré en mi casa cerrando la puerta. No sabía cómo había llegado una niña hasta ese lugar, seguramente vivía en el pueblo cercano de aquí. No me importó más, solo esperé a que se fuera, pero eso no pasó. Ella llamó a la puerta y yo la ignoré. Y así repetidas veces, pero seguí ordenado. Hasta que su cabeza atravesó la ventana de la cocina.
- Hola - me dijo de nuevo, pero la ignoré otra vez- ¿Eres mudo, acaso? La gente del pueblo dice que aquí vive un hombre amargado, pensé que se equivocaban, pero tal vez me equivoqué yo pensando que decían mentiras.
- ¿Qué quieres y qué haces aquí?- pregunté en desesperación de que se fuera y así me dejara de nuevo en mi soledad.
- Me llamo Lea, un placer.- Sonrió y se adentró a la casa como si fuera la cosa más normal del mundo.- ¿Y tú?
No le respondí tampoco, no sería una persona a la que volviera a ver de nuevo. No necesitaba que ella supiera nada sobre mí. Una vez dentro la vi mejor, no mediría más de metro y medio. El cabello efectivamente era muy largo, un poco por encima de su cadera, con pequeñas ondulaciones y desde luego despeinado, lo que más resaltaba era su color, era pelirroja. Su piel era extremadamente blanca, tanto que podría apreciar de cerca algunas venas que se dejaban ver a través de su piel, llena de tiritas y moratones en las piernas; y su extrema delgadez, no tanto como para no ser sana, pero sí para parecer una persona frágil. Vestía un vestido de manga larga cuya falda terminaba un poco por encima de las rodillas, de color azulado pero muy claro.
- ¿Cuándo te vas? por tu aspecto diría que tendrás un hogar, además no te he dado permiso para entrar.- Dije en un tono algo molesto, que era de esperar dada la situación.
- No tengo a nadie que me espere cuando vuelva a mi hogar, de momento.
- Dijo mientras caminaba más al interior y cruzaba al salón observando los montones de libros.- Los niños dicen que eres un ser horrible que se alimenta de los niños que se acercan a los alrededores de tu casa. Solo vine a comprobarlo junto a otras cosas que dicen de usted.
- Qué cantidad de sandeces, como si una persona con un mínimo de moralidad pudiera hacer eso.- Dije intentando apartar a la niña de mis aposentos aunque ella escapaba con agilidad.
- ¡Eso les dije! - Lo dijo con un tono seguro de sí misma. - Oye, ¿me podrías leer un libro?
- Largo. - Mi cabeza ya no la aguantaba, no la conocía de nada y ella actuaba como si aquello fuera normal, entrando en mi casa y tocando mis cosas.
- Si me lees un libro me iré.- acto seguido se giró y se quedó enfrente de mí sonriendo, como si me intentara desafiar y a la vez me pidiera algo.
En acto de desesperación cogí varios libros y los dejé en la mesa de la sala, me senté en el sillón de al lado y esperé a que la niña eligiera alguno de ellos. Cogió uno y me lo acercó, de forma inmediata se sentó en el suelo a mi lado observando con los ojos muy abiertos. Ese hecho me pareció una estupidez, tenía asientos en los alrededores y decidió sentarse en el suelo frío por la llegada del invierno. Me acomodé, suspiré y froté mis ojos, acto seguido comencé a leer. En ese momento estuvimos los dos pasando las horas, mientras leía aquel libro en voz alta. No era del todo consciente del tiempo que había pasado hasta que cerré el libro después de haberlo terminado. Bostecé y vi cómo ella también bostezó. Estaba mucho más relajada, como si toda la hiperactividad que su cuerpo tenía se hubiese parado.
- Largo - dije - ya hice lo que me has pedido, ahora podrías hacer tu parte del trato.
- Sí, sí - dijo levantándose con las manos alzadas.- Muchas gracias.- Y a continuación una sonrisa aún más cálida.
Miré a través de la puerta acompañándola para que saliera; vi cómo estaba atardeciendo y el cielo desprendía colores rojizos y anaranjados. Debería de preocuparme que una niña de tan poca edad vuelva a su casa desde aquí, aunque el pueblo no está a más de 10 minutos andando. Pero no me importó.
- ¿Tus padres no se enfadarán? - pregunté.
- Umm…mi madre viene tarde del trabajo, en verdad suele pasar poco tiempo en casa, aunque si fuera por ella estaría conmigo, pero no puede
- dijo mientras miraba a sus pies y caminaba por el porche hasta el camino- y no tengo padre, así que, seguramente llegaré a mi casa y no notará que me he ido más lejos de donde debería.
A continuación se despidió con la mano en alto, mientras sonreía con una de esas sonrisas suyas características y se fue corriendo dirección al pueblo. No me despedí solo la observé irse y volví a entrar. Me senté de nuevo en el sillón, y me recosté. No pude parar de pensar, menudo personaje. Realmente hacía bastante que no veía a nadie que no fuera al señor de la tienda, el cual se había ofrecido a traerme los alimentos hasta aquí. ¿Qué vería esa niña para entablar una conversación con algo como yo?, pero lo cierto es que los niños, a mi parecer, piensan que conocen perfectamente a alguien porque creen que somos como fotografías, tal y como ellos nos ven. Sinceros, sin secretos ni cambios. En realidad creo que los niños son ciegos. Suspiré y me sumí en un sueño.
Algo me despertó al día siguiente, un ruido, la puerta tal vez. No sé, no pensaba con claridad, tal vez lo estaba soñando, así que solo me acomodé de nuevo. Los ruidos no pararon y así, por fin, abrí los ojos y me levanté como pude, mientras medio adormilado intentaba despertar mi cuerpo. Abrí la puerta, y la vi otra vez a ella con un cuaderno en la mano esta vez. No me lo pensé dos veces y cerré la puerta en su cara, no la dejé pasar. Me recosté en el sillón y de repente escuché el ruido de la ventana de la cocina y la vi aparecer otra vez.
- Hola, buenos días - dijo sonriendo y con el entusiasmo, que ayer parecía haberse calmado, haber vuelto como un huracán.- ¿Has desayunado? he traído un par de cosas que quiero enseñarte. Por cierto, ayer no me dijiste tu nombre.
Suspiré y me estiré, aclaré mi garganta. No podía creerme que hubiera vuelto. A lo mejor seguía soñando y había empezado a ser una pesadilla. Me sorprendió cuando me lanzó un cartón de leche que cogí por los pelos. Había empezado a rebuscar en la nevera y a sacar cosas de forma aleatoria. Podría decir que me importaba, pero mentiría. Cogió una bandeja de una de las baldas de la cocina e investigó todos los cajones. Le puso dos tazas y galletas varias. Mientras ella preparaba eso yo preparaba un café, a la vez que me encendía un cigarro. Llenó
una de las tazas y ella llevó la bandeja hasta la mesa. Apartó las cosas que había encima, tirando sin querer alguna, pero no hacía ninguna aportación sobre el desorden que había en la casa en general. Se sentó otra vez en el suelo y yo acerqué el sillón, ya que la mesa era baja como para comer allí.
- ¿Qué haces otra vez aquí? - Evadió mi pregunta y se puso a buscar en el cuaderno que había traído mientras bebía leche de la taza.
- Mira, mira - y con toda la ilusión del mundo me enseñó unos dibujos, mentiría si dijera que no estaban bien hechos.
Aquello me sorprendió, pinturas a acuarela. Si acaso las había pintado ella, tenían un nivel muy por encima de alguien de su edad.
- ¿Los has hecho tú? - Ella asintió con la cabeza de forma exagerada mientras mantenía su sonrisa.- ¿Qué es esto?- Dije mientras señalaba uno de los dibujos, en él aparecían una cama y tubos, como un hospital.
- Es un hospital- respondió, porque ella dibujaba eso. Esa pregunta rodó por mi mente pero no fue respondida, ni preguntada.- Me gusta pintar con acuarelas porque, muchas veces, el arte nace de errores, porque no hay forma de equivocarme; y, porque así, mi mente se calma siguiendo la línea del pincel sobre el papel. Esa es otra ventaja de pintar: la creación nunca es errónea. Los dibujos de este cuaderno, a veces, no se parecen al lugar u objeto que pretendo dibujar, pero nadie me ha dicho nunca que tuviera que copiarlo.
Me quedé callado, mudo. Nunca pensé que una niña de esta edad pudiera pensar más allá de las típicas estupideces infantiles.
- Me llamo Sebastián - me presenté - y tengo 47 años, vivo solo en esta casa y no tengo más familia. ¿Y tú?
- Me llamo Lea, tengo 11 años y vivo con mi madre en el pueblo más cercano de aquí.
Me extendió la mano pero no la acepté, la bajó y me miró con una ceja levantada, suspiró y se levantó, acto seguido se puso a buscar entre los montones de libros.
- ¿No deberías de estar en el colegio? - cierto era aquello que preguntaba, era jueves por la mañana, una niña de su edad no debería de estar en otro lugar.
- Mi madre dice que es una estupidez, dice que no pierda mi preciado tiempo en esas cosas - agarró un libro y lo levantó y observó, inmediatamente aceptó con la cabeza.
- Cómo va a ser una…- Me interrumpió y me dio el libro, suspiré.
- ¿Lo puedes leer? - interpreté que no quería hablar de eso así que solo hice lo que me pidió.
Pasaron los días y los meses y ella continuaba yendo a escuchar cómo le leía los libros que ella elegía. Con los cambios de estación vi cómo poco a poco su piel perdía color y se formaban pequeños edemas. Me sorprendía, pero no preguntaba. Pasaron más meses, nos empezamos a llevar mejor, hablábamos
entre nosotros sobre más temas, ya no solo escuchaba mientras leía. Incluso había veces que me imitaba, como una vez que me estaba afeitando y ella también quería hacerlo, le di espuma y un peine, que ella usaba como cuchilla; así se conformaba después de refunfuñar. Otra vez, mientras comíamos, trajo coleteros a mi casa y en contra de mis amenazas por qué no lo hiciera, hizo mini coletas en mi pelo. Poco a poco me fui animando, hacía tiempo que no me sentía tan vivo. Ya no me quejaba cuando ella llegaba o aparecía por la puerta de mi casa. Incluso un día trajo una gallina a mi casa, la cual tuve que adoptar a la fuerza y, después de debates sobre el género de la gallina, que es el femenino, ella le puso Mr. Frederick. Un día me sacó de mi casa y fuimos a caminar por los alrededores, ella corría y se detenía y yo la seguía por detrás. Puedo recordar el viento y cómo ella juró que algún día miraría al cielo y la recordaría como a una guerrera que luchaba contra dragones surcando los vientos, mientras señalaba al cielo en aquel prado y sonreía, mientras el aire movía sus cabellos acercándolos a su cara.
Pero un día no vino, y luego pasaron una semana y dos... Hasta que un día sonó la puerta y sin pensármelo dos veces fui a abrir. Para mi asombro había una mujer de unos 30 años, con una mirada cansada sin duda alguna y los mechones de su cabello rojizos.
- Hola - dijo mientras me tendía la mano - soy la madre de Lea, me llamo Aurora. Mi hija me habló mucho sobre usted en estas últimas semanas y me ha rogado que viniera a pedirte que me acompañaras ya que ella no puede salir. También me ha pedido que lleve usted algunos libros. Si no le parece mal, claro, y perdoné la intrusión ya que no me conoce. ¿Podría acompañarme? Mi hija quiere verlo.
Me quedé paralizado y sorprendido, pero acepté cogí corriendo las cosas importantes y caminé junto a la mujer hasta el pueblo. Hacía años que no pisaba ese lugar, no negaré que me costó. Nos dirigimos a un hospital, y mi corazón paró un segundo, pero seguí. Entramos y me llevó a una de las habitaciones y allí la vi sentada, y me sonrió como si no le estuviera pasando nada. La mujer también me dio una sonrisa algo más apenada y se fue.
- ¿Qué haces aquí?- (Habría tenido un accidente. No creo, no se le veía ninguna marca de accidente).
- ¡Has traído los libros! ¿de verdad?- Dijo mientras se incorporaba y se sentaba de rodillas en aquella cama.- Buaaaaa…te has traído uno de mis favoritos. Muchas gracias.- Dijo con emoción.
Otra vez evitaba mis preguntas sobre todo lo que rodeaba a un hospital, me quedé allí con ella y luego entró una enfermera, me tuve que salir, no sabía lo que le pasaba y para mi sorpresa me preocupaba. Di una vuelta por las instalaciones para hacer tiempo y luego, cuando volví, ella estaba en el baño; abrió la puerta, me empujó como pudo hacia dentro y me tendió unas tijeras.
- Córtame el pelo. - Dijo con la cabeza agachada y con la voz quebrada.
- ¿Qué?- Levantó la cabeza y vi sus ojos rojos, ¿había estado llorando.
Su cara expresaba furia hacia mi pregunta, se giró y yo simplemente le empecé a cortar el pelo, mientras ella repetía una y otra vez:
- Más, más…
Cada vez estaba más corto, hasta que me dejó parar, se lo corté por debajo de la mandíbula. Me abrazó, y le correspondí el abrazo, la levanté y la tomé. Luego la dejé en aquella cama, era tarde y me tenía que ir. Ella parecía haber cerrado los ojos, estaría durmiendo.
- Buenas noches Lea. - Me incliné apartando el pelo de su cara y besé su frente a modo de despedida.
Di unos pasos lentos hacia la salida del cuarto, pero algo me paró, su voz.
- Sufro de leucemia, solamente me han dado unos pocos meses más.
Algo se paró dentro de mí y volví la cabeza hacia ella.
Un mes más tarde, como de costumbre, me dirigí a esa habitación que tanto conocía, y la vi. No voy a dudar que estaba algo mejor físicamente desde la última vez que la vi; poco a poco recuperaba su sonrisa y su esperanza. Me había dicho que ya la iban a poder dejar salir algunos días a otro lugar que no fuera el hospital. Cuando me lo contó estaba muy feliz. También me había regalado algunos de sus dibujos, dibujos cuya ubicación ya tenían en mi casa. Ya era junio y el calor había empezado a ser fuerte, pero no insufrible al menos. Hablamos como de costumbre, me dijo que el sábado le habían dado día de salida y que quería ir a un parque cerca de allí. Así que acepté. Su cabeza estaba ya rapada y siempre se ponía los pañuelos de diferentes colores, con divertidos dibujos. Seguía igual de activa, igual de feliz.
Esperé a que pasara la semana, llegando el sábado. Me dirigí al lugar acordado. Y mientras esperaba me puse a observar a las demás personas. Ya no me daba tanto miedo hablar con ellas, tampoco lo pasaba mal e incluso podría entablar conversaciones después de años sin haber tenido esa vida social, que pensé que había perdido.
Pasaron las horas y ella no llegaba, me sentía mal, quizás le habría ocurrido algo, se habría perdido, a lo mejor tendría que volver al hospital -me pregunté varias veces-. Cuando mi paciencia se terminó recorrí los alrededores y al no verla empecé a correr. Escuché un poco a lo lejos a una multitud, luego unas sirenas de ambulancia, entonces corrí más rápido. Vi la aglomeración de gente, algunos lloraban, otros estaban asustados y otros como si hubieran visto a un fantasma. Me di más prisa. Hice un hueco entre la multitud y, entre empujones, pude llegar a ver la escena.
Vi como se la llevaban, cómo de su pequeña cara caía sangre. Mis ojos se llenaron de lágrimas y luego vi un coche destrozado cerca. Volví la mirada hacia ella. No debería de haber pasado esto, me repetí, no me lo creía. No creía que este fuera su adiós y ni mucho menos de esta forma.